El fanático que llevamos dentro

Íñigo Rubio. Psiquiatra. Psicoterapeuta. Escritor. Presidente de la asociación especializada AIIAP desde el pasado 2020. Desempeña su trabajo profesional tanto en el ámbito público como en el privado (Clínica Mente a Mente). Cuenta con una amplia formación y experiencia en el tratamiento de diferentes patologías mentales. Su interés se halla enfocado en el estudio de las relaciones entre la espiritualidad y salud mental, tanto en sus aspectos positivos como en los negativos. Como escritor, ha colaborado en diferentes revistas literarias y culturales como Temporales (editada por el MFA de Escritura Creativa en Español del New York University), Negratinta y Alborada, adscrita a la Universidad de Navarra.

Trabajo presentado originalmente en el VI Encuentro Nacional de Profesionales, Familiares y Ex Miembros de Sectas, celebrado en Bilbao los días 6 y 7 de marzo de 2020.

¿Quién es un fanático? 

Nunca uno mismo.

Siempre lo son los otros.

Si alguien se describe como un fanático, es solamente en el sentido indulgente de la palabra: fanático de Bob Dylan, fanático del Athletic de Bilbao, fanático de escalada; fanático como fan. Nadie en cambio se reconoce como fanático en el sentido de extremista religioso o político o ni de adepto a un líder megalómano y sectario. De modo que, si el fanático nunca se da cuenta de que lo es y solo los demás lo hacen, ¿cómo podemos saber si nosotros mismos no somos unos fanáticos y no lo sabemos —todavía?

Para identificar el fanatismo, necesitaríamos primero un retrato-robot del perfecto fanático.

El fanático es, ante todo, un idealista. Le mueven ideas sublimes, ansias de justicia, fantasías milenaristas. Tiene siempre pendiente una revolución. Quiere cambiar el mundo, que es un desastre, por otro mejor.

El fanático se halla secuestrado por un sistema de creencias,que dominan su actividad mental, colorean su vida emocional, determinan sus decisiones y, lo más importante, lo dotan de sentido. El contenido de estas creencias no importa en realidad, pueden ser religiosas, políticas, pueden atañer a la nacionalidad, a la raza, la manera en la que nos alimentamos, a la conservación del planeta. Lo que importa es que la existencia del fanático gira en torno a estas creencias y, sin ellas, su vida quedaría desprovista de significado.

Su convencimiento respecto a estas ideas es, además, invencible —o casi—. Por ellas estará dispuesto realizar cualquier sacrificio. El peor enemigo para el fanático es la propia duda, y se defiende de ella construyendo una sólida fortaleza argumentativa, inmune a cualquier cuestionamiento propio o externo.

No es un demente, ni un enajenado, ni tiene el juicio alterado. Nadie le ha torturado ni obligado a pensar de la manera en que lo hace. De hecho, puede parecer una persona razonable y ponderada salvo que toques “su tema”. Entonces el fanático perderá toda mesura y capacidad crítica. Mostrará una llamativa rigidez defensiva, carente de flexibilidad ni tacto. Se mostrará vehemente y se arrogará la autoridad para descalificar las opiniones del resto.

El fanático, escribe Amos Oz, es un signo de exclamación andante. La pasión que lo domina no admite la diversión ni el relajamiento. Le horrorizaría que lo tomaran por una persona frívola o disoluta. Al contrario, el fanático es una persona de una seriedad imponente. Puede que le guste reírse de los demás, mofarse con desprecio o condescendencia de los que no son de su cuerda, pero lo que un fanático nunca será capaz es reírse de sí mismo. ¿Cuál es la antítesis a un fanático? Un cómico, un cínico, un descreído, alguien como Oscar Wilde.

El fanático mantiene una percepción polarizada de la realidad. Mientras que para otras personas la realidad es compleja y ambigua, para el fanático, las cosas son simples. Vive en un mundo en blanco y negro, sin gama de grises. Nosotros y ellos / buenos y malos. Es como como un niño que tan pronto como comienza una película necesitan identificar al bueno-protagonista y al malo-antagonista y le confunde que el bueno pueda actuar mal y el malo se comporte bien. Le enervan las ambigüedades.

Percepción de la realidad polarizada y sesgada: sólo tendrá en cuenta y dará por válida aquellos datos que corroboran su visión de la realidad y, en cambio, obviara o cuestionará cualquier información que ponga en tela de juicios sus creencias. Todo lo que lea, piense o tome en consideración será para reforzar su propio sistema de creencia.

La verdad, su verdad, le proporciona una fuente de narcisismo moral e intelectual. Se siente superior, le torna intransigente e insolente, y le hace juzgar a los demás con condescendencia cuando no con desprecio. Se cree en posesión de la verdad absoluta y no admite la posibilidad de estar equivocado. Tiene respuestas para todo. Si hay un libro que no entiende, lo considera porquería, si hay un pensamiento que lo desconcierta, lo invalida, si hay una película que ataca sus principios, se burla de ella. Si alguien no comparte su opinión, o es malo, o es tonto, no tiene dos dedos de frente, no está informado.

Nunca admitirá albergar dudas, ni reconocerá no saber. Lo cual no le impide contradecirse ni cambiar de opinión, a veces de forma drástica, pero sucede que cambia tan rápido que en cuanto abandona una convicción, abraza otra nueva, de forma que nunca se encuentra sin asidero. Y si uno le recuerda sus antiguas ideas y posturas, las reconocerá a regañadientes únicamente para afirmar a continuación que pudo haber estar equivocado, pero ya ha dejado de estarlo, ¡ahora sí!, ahora está convencido de estar en lo cierto. Abandona una trinchera solo para correr a otra nueva, mejor posicionada.

Este convencimiento, intolerante y peleón, lo hace parecerse al paranoico. No es su único parecido. Ambos son suspicaces y desconfiados,  tienden a pensar que el resto de personas están movidas por perversas intenciones e intenciones ocultas. Son también susceptibles, ven desatenciones, humillaciones y faltas de consideración por doquier. Nadie le comprende, nadie le valora en su justa medida.

El buen fanático es un animal gregario que busca y sabe identificar a los que son como él. Fuera del ecosistema que le es propicio, el fanático se siente perdido y medio aturdido, por eso se refugia en su hábitat natural: una comunidad de fanáticos como él en la que es bien considerado, incluso admirado. Conviene no mezclarse demasiado con “los otros”.

Como es fervoroso por naturaleza, no es raro que sus ideas lo conduzcan a la lucha externa, al programa y a la demostración. No basta con profesar unas ideas, es preciso hacer gala de ellas. Desearían convencer a sus congéneres con su proselitismo, convertirles con el poder de persuasión de un profeta. Aspira a transformarte y reformarte, a abrirte los ojos pares que tú también veas la luz. Su mayor victoria sería lograr que abandonara tus convicciones para abrazar las suyas. Su ideal: que todos pensemos igual, sintamos igual y seamos, en definitiva, la misma persona.

No todos se hallan tan predispuestos a la acción como él. Junto al fanático que ondea la bandera de sus santas causas existe una multitud de fanáticos dóciles e influenciables que caminan detrás de su estela, impresionados y cautivados por su carisma. El Gran Fanático no es necesariamente más inteligente, ni más sagaz, ni es más apto que sus seguidores, pero él nunca titubea, ni se arredra, sino que actúa y arrastra. Donde hay un fanático carismático, hay otros tantos que lo deben obedecer, recibir su bendición y su confianza. Uno decide y los otros han de acatar. No caben dos gallos en el mismo gallinero.

Estos fanáticos-pasivos esperan de sus líderes respuestas sencillas y rotundas. Piden saber a qué atenerse. Les pirran los eslóganes y las frases lapidarias. Les molestan en cambio los equívocos o las contradicciones. Detestan la ambigüedad o la equidistancia. Aborrecen los matices de la política, las sutilidades de la metafísica, lo incomprensible de la religión. Niegan la complejidad de la realidad, que la simplifican hasta convertirla en un repertorio de consignas estereotipadas; dos o tres frases que entren en un tuit.

El mayor pecado que puede cometer uno de estos fanáticos-pasivos es atreverse a pensar por sí mismo porque para pensar es condición necesaria admitir la duda, y la duda es peligrosa. Nada odia y teme más un fanático que a aquel que, siendo como él, abandona su trinchera ideológica: un desertor, un apóstata, un traidor Judas. Seguramente porque el supuesto traidor, más que ningún otro, pone en tela de juicio, sus creencias y podría llegar a hacerles pensar que quizá ellos también están equivocados, por eso es mejor retirarla la palabra, proscribirlo y olvidarlo.

Para el ex fanático eso no es lo peor. El proceso de desfanatizarse es a menudo paulatino y doloroso, una rehabilitación mental para la cual hace faltan agallas porque implica, por un lado, reconocer que uno ha estado equivocado y que ha podido pensar, decir, hacer cosas de las que ahora una se arrepiente y avergüenza, y por otro lado, uno siente que se queda sin asideros. Su identidad exige una total reconstrucción.

Tal vez solamente el fanático que ha dejado de serlo puede uno llegar a darse cuenta de que lo ha sido.

Si el fanatismo implica unas consecuencias tan negativas, ¿cómo se explica que tantas personas sean poseídas por su hechizo? Esa fue la pregunta que obsesionó a la filósofa Hannah Arendt (1906-1975), judía que con veintisiete años huyó Alemania para escapar del exterminio nazi. En la más famosa de sus obras, Eichmann en Jerusalén, postuló la teoría de «la banalidad del mal».

La filósofa se dio cuenta de que el Holocausto no había podido ser responsabilidad de Hitler y un puñado de colaboradores tan diabólicos como él. Para acometer el exterminio sistemático de cinco millones de judío había sido necesaria e imprescindible el trabajo coordinado y efectivo de una miríada de burócratas, políticos y militares. Arendt constató que en aquellos años infaustos y salvo honrosas excepciones, la mayoría de los alemanes, ¡y entre ellos muchos judíos!, habían colaborado de alguna forma con el régimen nazi. ¿Cómo era posible que una nación entera hubiera participado un proceso de autodestrucción y degradación moral sin parangón en la historia de la Humanidad? ¿Es que toda Alemania se había vuelto loca?

No. Y esta es la tesis clarividente de Arendt: el mal no es cuestión de «otros» monstruosos, sádicos o psicópatas, el mal nos atañe a «nosotros», personas corrientes, que no adolecemos ningún tipo de trastorno mental y que, en nombre de razones estúpidas, por pura obediencia, acometemos las mayores atrocidades. El ejemplo paradigmático lo encarna Adolf Eichmann, el burócrata nazi que ideó la llamada “solución final”, esto es, la solución definitiva al problema judío: su aniquilamiento sistemático y pormenorizado en las cámaras de gas de los campos de exterminio; y a cuyo juicio en Jerusalén asistió Arendt, tras su captura en 1960.

Eichmann, como muchos constataron, no se ajustaba al arquetipo del archivillano; no era un Yago, ni un McBeth, ni un Ricardo III, al contrario, parecía un hombrecito suave y anodino, algo patético, con una apariencia extremadamente normal. Tal y como afirmó durante los interrogatorios a los que fue sometido, Eichmann se tenía a sí mismo por un idealista, y se jactaba de que haber sido capaz enviar a su propio padre a las cámaras de gas en caso de que se lo hubieran ordenado. Ni él ni los nazis eran asesinos, al contrario, lo que hacían eran luchar por una causa grandiosa, una tarea histórica que requería de los sacrificios más sublimes y más atroces. Su única culpa había sido obedecer con diligencia, e incluso entusiasmo, las órdenes que se le habían conferido. En suma, Eichmann no había sido otra cosa que un empleado ejemplar del nazismo.

Un fanático modelo.

Impresionado por la lectura de la obra de Hannah Arendt, un año más tarde, en 1961, (y con Eichmann ya juzgado y sentenciado a muerte), el psicólogo estadounidense Stanley Milgram, ideó un experimento en el que pidió a los voluntarios que administraran descargas eléctricas dolorosas a otros voluntarios, que se trataban en realidad de actores que fingían el dolor. La mayoría de los participantes se plegaron a las órdenes del investigador sin demasiados reparos. A los que opusieron algún tipo de resistencia bastó con repetirles la orden de forma más taxativa. ¿Tan intenso es nuestro miedo a desobedecer que somos capaces de llegar a hacer sufrir a otros con tal de no contravenir las órdenes recibidas?

A conclusiones similares llegó el psicólogo Philip Zimbardo, diez años después, con el famoso experimento de la cárcel de Stanford. Eligió veinticuatro voluntarios sanos y los dividió en dos grupos: a unos les asignó el papel de prisioneros y a otro el de guardias de seguridad. Cada grupo asumió su papel con tanto entusiasmo que no tardaron excederse. Los guardias les negaban comida a los presos, los llamaban usando números, los desnudaban, los obligaban a hacer flexiones, a hacer sus necesidades en baldes, a dormir sobre el suelo, les ponían bolsas de papel sobre sus cabezas y les impedían dormir. Los presos, en vez de rebelarse o abandonar el estudio, aceptaron sumisamente el statu quo. Zimbardo, que veía cómo el asunto se le iba de las manos, se vio obligado a interrumpir el experimento ante de lo previsto.

No hay nadie tan cruel como aquel que se cree legitimado para serlo….

Muy elocuentes y comentados fueron también los experimentos de Solomon Sachs en los que los participantes dieron respuestas claramente incorrectas a algunas preguntas muy sencillas con tal de responder lo mismo que la mayoría de los participantes sin saber que, de nuevo, estos se trataban de actores que habían respondido mal adrede. La opinión del grupo influye sobre la del individuo, que la percibe como una enorme presión, de forma que tendemos a dar por bueno el comportamiento de la mayoría, aunque contravenga la voz de nuestra conciencia. Goebbels, líder de la propaganda nazi, lo expresó de forma más rotunda: “una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”.

Para explicar nuestra asombrosa capacidad de autoengañarnos Leon Festinger acuñó el concepto de “disonancia cognitiva”: cuando nuestros pensamientos, palabras o acciones entran en conflicto con nuestro sistema de creencias, entonces experimentamos un conflicto interno que nos empuja a buscar razones y argumentos con los que atenuar esa tensión interna y poder vivir tranquilos con nuestras contradicciones (o disonancias), incluso hasta el punto de justificar lo injustificable. Cuenta que cuando Dostoiveski estuvo preso en Siberia nunca conoció a un solo hombre entre docenas de asesinos, violadores y ladrones que admitiera haber obrado mal. «Cuando cometes tres veces el mismo pecado, te convences de que está bien”, reza un proverbio judío.

Nuestras creencias tienen vida propia y luchan por sobrevivir, incluso a nuestro pesar. Se resisten a ser sustituidas por otras, se agarran a nosotros como el chicle al pelo. Es lo que se ha descrito como “perseverancia de las creencias” y lo que observó el ex medium Lamar Keene, que acuñó a su vez el concepto de “síndrome del verdadero creyente” para referirse a aquellas personas que seguían creyendo en fenómenos paranormales incluso después de haberse demostrado su carácter fraudulento. Como los Testigos de Jehová que siguen creyendo que el fin de los tiempos es inminente, pensé se han equivocado ya un puñado de veces al profetizar la fecha exacta.

De estos experimentos y aportes teóricos de psicología podemos concluir que, uno, nuestros cerebros no son tanto unas precisas e infalibles unas máquinas de razonar, programadas para conducir al ser humano hacia la sabiduría, sino más bien  unos aparatos un anticuados e imperfectos, pocos fiables, reacios al cambio, que confunden portarse bien con hacer caso, que prefieren lo malo conocido que lo bueno por conocer, que a menudo nos conducen por caminos torcederos hacia conclusiones peligrosas y radicales y que, incluso, pueden ejercer la violencia con cierto gozo siempre y cuando se sientan legitimados. Y dos, se refuta la tesis de la bondad natural de Rousseau y se confirman en cambio el famoso adagio de Hobbes: homo homini lupus. El hombre es un lobo para el hombre…

De modo que la pregunta que nos concierne responder es: ¿Por qué parece somos tan vulnerables a los radicalismos? ¿Qué nos atrae tanto del fanatismo?

Una explicación posible es nuestro deseo de pertenecer y formar parte de algo. En nuestra sociedad secularizada, postideológica y tardocapitalista, se ensalza sin cesar el valor de diferenciarse del resto, se diviniza la individualidad como una nueva forma de religión. Sin embargo, cuanto más santificamos estas ideas, más parece que anhelemos abandonar la soledad de nuestro ego para formar de un grupo o una comunidad. Probablemente porque hay pocas cosas más aterradoras que la soledad, ya sea en condición de niño abandonado, de náufrago en una isla, de preso una celda de castigo, o de sujeto vive en sociedad pero que, por distintas razones, se siente aislado. Lo anticipó Aristóteles hace más de dos mil años: la persona solitaria era una bestia o un dios.

La religión o las ideologías, por más absurdas o perniciosas que nos parezcan sus creencias, nos prometen precisamente esto: escapar de nuestra soledad. Deseamos encontrarnos con otros que piensan como nosotros aún a costa de anularnos a nosotros mismos, y fundirnos en una identidad más grande, que nos proteja, nos cobije, nos ampare, como una gota de agua que entra por fin en el mar y así poder dejar de seguir buscando porque hemos llegado al fin a nuestro destino: el paraíso que nunca debimos de haber abandonado.

A nuestra necesidad de pertenecer, se añade otra segunda explicación: nuestro anhelo de trascendencia. Durkheim, el padre de la sociología, creía que era ésta la experiencia principal de la religión: la experiencia de formar parte de algo más grande que uno mismo. Necesitamos sentir que vivimos y luchamos por una causa sagrada que dignifica nuestra vida y ensancha nuestros horizontes vitales; ideales por los que merece la pena morir y que nos sobrevivirá a nuestra muerte. Es decir, buscamos una misión, motivo o causa que de sentido y oriente nuestras vidas.

A menudo, este motivo está representado por una persona, un gran padre, un líder mitificado, un santo fundador que encarna todos los ideales y los valores en los que creemos. En sus manos (o en la des sus representantes) depositamos nuestros sueños y nuestras esperanzas. Corremos en pos de gurús, maestros, guías, y cuando los hemos encontrado, aceptamos obedecerlos de buen gusto. Es una forma de amor: admirar a otra persona a la que hacemos merecedor de unas cualidades extraordinarias, alguien mejor que nosotros, más poderoso, una persona modélica congraciado con un carisma profético.  Y a su vez, esperamos que ese líder, nos retribuya con su amor y nos reconozca como sus discípulos, porque no hay más deseable que ser amado por quien se parece a un dios. Si somos admitidos por él, pasamos a formar parte de su comunidad, basada en el modelo líder/discípulo-autoridad/obediencia. Nadie nos obliga, no existe un contrato laboral, ni unas obligaciones adquiridas. Nada nos vincula a él más que la admiración del devoto, un lazo invisible más poderoso que cualquier cadena.

La tercera explicación, íntimamente relacionada con las dos anteriores, es nuestro miedo cerval a la libertad. De acuerdo a Erich Fromm, psicoanalista, la libertad presenta dos caras, una positiva y otra negativa. En su sentido positivo, la libertad nos permite expresar nuestros pensamientos, actuar de acuerdo a nuestra voluntad y, en definitiva, nos permite ser quien deseamos ser. Ahora bien, la libertad es también una enorme responsabilidad que nos hace sentir angustiados e inseguros. En ocasiones, es tan insoportable el peso de esta enorme carga que podemos llegar preferir renunciar a ella y regalársela a otro u otros. Elegimos hacernos dependientes y sumisos porque resulta más sencillo no tener que pensar lo que está bien y lo que está mal, sino que nos digan lo que tenemos que hacer, decir y pensar y convertirnos así en simple ejecutores satisfechos de estar complaciendo las expectativas de alguien.

Si tomamos en consideración nuestro legado cultural esto no debería sorprendernos demasiado. La obediencia como virtud, el sacrificio personal como ideal y el pecado de querer afirmarse como ser humano libre se hallan perfectamente retratados en tres de mitos bíblicos, fundamentales para la comprensión del mensaje judeocristiano del cual bebe tanto nuestra sociedad, nos pese más o menos.

El primero, el mito fundacional, es el de Adán y Eva, los cuales, al ser tentados por la serpiente, que les ha prometido llegar a ser como dioses, comen del fruto del “árbol del bien y del mal”. Cuando Dios descubre que lo han desobedecido, monta en cólera y expulsa a Adán y Eva del paraíso.

El segundo mito, compartido por las tres religiones semíticas, tiene por protagonista a Abraham, al que Dios le pide que sacrifique a su único hijo, Isaac. Abraham somete su voluntad y se dispone a degollarlo en un altar, cuando Dios, complacido por la fidelidad mostrada de su siervo, envía un ángel que evita el holocausto y lo recompensa con la promesa de una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo y los granos de arena del mar.

El tercer mito, piedra angular del cristianismo, es la crucifixión de Jesucristo, el cual acepta su destino y ofrece su vida para redimir al ser humano y salvar a la humanidad de sus pecados.

Encontramos historias similares en la mitología griega: Prometo, Sísifo… Tampoco es casualidad que “islam” signifique sumisión en árabe. 

 Es decir, los resortes del fanatismo no solo están codificados en nuestros cerebros y parecen satisfacer algunas de las necesidades más profundas del ser humano, sino que además se hallan codificados en nuestra tradición cultural más antigua. Las religiones y las ideologías sustitutivas refuerzan nuestra búsqueda de sentido a través de la renuncia a nuestra individualidad y a nuestros intereses en pos de bienes “más altos”. El buen adepto, el buen camarada, es el que no duda, el que no separa del mandato, el que se sacrifica a sí mismo, el que se comporta como un fanático.

¿Podemos librarnos entonces de los peligros del fanatismo? Para los que no están dispuesto a simplemente asentir y, como Adán y Eva, se atreven a convertirse en personas libres pese al castigo que conlleva —soledad, culpa e incertidumbre—, se abren una miríada de interrogantes: ¿En qué creer? ¿En quién confiar? ¿Podemos saber algo sobre el mundo, sobre la verdad, o sobre Dios? ¿Es preciso renunciar a los ideales?

Si existe alguna vacuna contra el fanático que habita en nosotros, esta ha de pasar por aceptar que la realidad es a menudo confusa y polimorfa; que la verdad es elusiva y la fe —en lo que sea— un don misterioso; que es preciso aprender a vivir en la incertidumbre y poder decir como el filósofo “sólo sé que no sé nada”; y que, de acuerdo a los los consejos que dio Rilke aquel joven poeta, hemos de tener paciencia con todo lo que no está resuelto en nosotros y aprender a vivir las preguntas

Sirva esta conclusión para realizar un elogio de la duda. Me remito de nuevo a otras personas que han pensado con más claridad: “la duda no es una condición placentera, pero la certeza es absurda», escribió Voltaire, al que Nietzsche secundó: «no es la duda, sino la certeza, lo que vuelve loco a los hombres». Conviene juzgar los propósitos, sean ajenos o propios, con suma cautela. Observarse a uno mismo con desconfianza. No caer en optimismos ingenuos. Resulta deseable una pequeña dosis de pesimismo que nos prevenga de derivas y desvaríos. Frente al triunfalismo del fanático, que tan rápido oscila de la euforia a la irritabilidad, es preferible una felicidad serena que acepta el vacío y falta de sentido y que no niega los problemas ni las contradicciones, sino que las asume como parte de la vida.

Sólo cuando uno renuncia a ídolos, viejos o nuevos, solo cuando uno se atreve a cargar con el peso de su libertad y acepta la soledad nuclear en la que transcurre su existencia, solo cuando uno reconoce la insignificancia e intrascendencia de toda empresa humana, solo entonces uno puede estar seguro de haber exorcizado al fanático que llevamos dentro.

AIIAP